sábado, 23 de mayo de 2015

cht cht...

Sentado en el umbral de mi casa --una vez más-- conversando con mi amigo Jonathan --un borrego de siete años que explica sus cosas con un movimiento de manos y de cuello como si fuera una marioneta-- vimos el pasar de una chica que conocía.
Para saludarla le chisté: cht cht... cht cht... Pero como si pasara la misma nada no dejó de mirar hacia el frente, con la cabeza ligeramente picada, y como si pasara de todo aceleró su paso, raudo, escapando. Vencido la tuve que llamar por su nombre: una vez, una segunda vez y como ya se escapaba definitivamente, una tercera vez y más fuerte y quizás... más imperante.
Fue ahí cuando pensó que mejor era mirar.
Fue ahí que me di cuenta del machismo, y en el nefasto entrenamiento que ellas y nosotros tuvimos que tener.

domingo, 29 de marzo de 2015

Yuri Gagarin, el primer poeta del espacio

La Guerra Fría nos privó de la fama que pudiera gozar uno de los poemas más simples, bellos y también pioneros de la historia de la civilización humana. Ahora que contextualizaré esa obra literaria de un no escritor y en un mundo que pendía por la hora en que se consumara la catástrofe nuclear para entonces tantas veces anunciada, esas dulces seis palabras cobran un exquisito sentido. En ese mundo bipolar, durante la carrera espacial a la que se volcaron la Unión Soviética y Estados Unidos, que además de la conquista del espacio y de la arrogancia por pavonear cuántas veces podían destruir todo lo que fuera vida en el planeta con sólo apretar un botón, también se abrió una batalla quizás para nada menor ni anodina; lo llamaré aquí la poesía versus el marketing.
Me daré licencia en esta párrafo para aclarar que no me mueve en este caso una idealización del régimen soviético, ni tomo una postura en el gélido conflicto, ni mucho menos una pulsión de resentimiento por haber sido cautivo de una historia que sí decidió tomar partido por lo que pudiéramos denominar como "marco ideológico occidental". Lo que sí habré de hacer aquí, es simplemente elegir cuál de las frases más inquietantes de las misiones espaciales me resultaron más cautivantes.
Cuando iba a sexto grado de la primaria, en una lección oral de Ciencias Sociales, la maestra me preguntó: "¿Qué dijo el astronauta un instante antes de pisar el satélite natural de la Tierra?" -el giro floripondioso es común entre las maestras de mi país--, a lo que respondí: "Un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad".
El recurso retórico que utilizó el astronauta Neil Armstrong siempre me había parecido premeditado, por tanto antinatural y meramente publicitario (lo que llegado a este punto me parece incuestionable darme la razón, pues no debe haber buen padre ni buen abuelo que no le recite las escuetas palabras a hijos y nietos respectivamente). Pero además, estas últimas semanas me he enterado que no sólo que esa arrogancia del astronauta gozara de las formas y frialdades de la premeditación, sino que también la NASA había contratado publicistas, periodistas, lingüistas y otros especialistas de las ciencias del espíritu -que por supuesto nada tenían que ver con el mundo espacial- para pulir un acto discursivo que graficara la superioridad del hombre por sobre la historia, del marketing por sobre la poesía y de los yankees por sobre los rusos; qué más.
Sensiblemente con menor fama, y nada menos que ocho años antes que en un momento de aceleración de la historia no resulta poca cosa, los verdaderos pioneros de las misiones en el cosmos (a decirlo ya: los soviéticos) surcaron el espacio extra atmosférico durante más de una hora, y el cosmonauta que tuvo tal privilegio, Yuri Gagarin, improvisó lo que para este flaco escritor se trata del primer poema espacial y una de las obras literarias más concisas y bonitas de la historia universal: cuando Gagarin venció el miedo de superar la delgada capa atmosférica, chequeó que los controles y relojes de todo tipo de la nave Vostok I se estabilizara en los parámetros normales, se asomó por la ventanilla de su capsula voladora y atajando su emoción nos contó: "¡Veo la Tierra! Es tan bonita"; lo que casi resultó un mensaje para los dos bandos enfrentados.


viernes, 20 de marzo de 2015

Elecciones

He elegido un libro y un lugar. El libro: Martín Fierro. El lugar: el umbral de mi casa.
Resultaría conveniente --lo doy por seguro-- montarme a la lectura de la literatura gauchesca en un lugar más cómodo: quizás: tirado a las anchas en mi cama, con el velador que ilumine parejamente el papel mate de esta edición de 20 por 30 centímetros la hoja, con más de 100 páginas de estudio preliminar, tipografía del 12, edición ilustrada, tapa dura, recubierta de tela y título estampado.
Pero no. Mejor será el tantas veces elogiado por este autor escaso: el umbral de la casa. Ese lugar angosto, casi ni frontera, que muy lejos de ser terrible resulta inquietante y hermoso: las piernas se arrojan el derecho de abrirse a sus anchas en las veredas y ocupar así el tan bastardeado espacio público.
Algún universo de responsabilidades, azares, contrapuntos y también coincidencias deben emparentarse para reunir estas variables aparentemente deslindadas: espacio público, Martín Fierro, o literatura folclórica, umbral, transeuntes, taxis, remises, perros, viento, ruidos, polvo chatarra y el fin de un verano que como el Martín Fierro, el umbral, el barrio, la pose y el espacio público nunca pretendieron ser algo anodino.

domingo, 22 de febrero de 2015

Sujeto tácito I: Por dos gambas y media

A Diego Lacunza, que me debe $ 250 ajustado a inflación
Condicionaron su libertad al precio de menudeo de arvejas. Bajaron la mirada, se inventaron llamados telefónicos, se escabulleron entre columnas de interior y disparan errantes, en suerte de círculos concéntricos, zig-zags y presunciones de "gente importante". Con su música clásica de fondo; imaginando el vaivén de la batuta.
Negocian su libre albedrío en un "llamado oportuno". Traicionan y traicionánse. Pero a fin de año, entre villancicos y caridad parroquial, sentiranse capaces de brindar no por lo que fueron sino por lo que pudieron ser.    
Se sientan en honorables bancas, alzan el índice con el cual simulan también una batuta, manifiestanse cómo tienen que ser las cosas cuando no el mundo y bajan la batuta, dirigen y estrangulan su propio ideario que alguna vez, con toda mediocridad, sueñan escribir.  

lunes, 2 de febrero de 2015

El pasante

Las horas de sueño del señor, las horas de ocio, de sexo, de idiotización frente al televisor son custodiadas por el pasante; eufemismo del esclavo durante el siglo XX-XXI.
Por 20 gambas las ocho horas el cuerpo inocente del puber desesperado y contento se somete al escandaloso capricho del señor feudal; patrón en el siglo XX-XXI.
Cuando en el monitor titila la luz roja, el pasante, trabajador precario según el eufemismo del siglo XX-XXI, aplica con deshonrosa disciplina y ternura mal llevada el protocolo de emergencia que con tanto desdén explicó el dueño del boliche, propietario del siglo XX-XXI. Para el propietario del siglo XX-XXI, su negocio "es difícil de explicar, y fácil de enseñar".
El señor, el feudal, el patrón, el propietario del siglo XX-XXI sueña en paz. El pasante, el esclavo, el puber, infelíz pero contento monta su guardia, alza la frente y se congracía con su propietario, vende su poco casi nada a cambio de que el dueño del siglo XX-XXI le muestre su dentadura esmaltada y blanca que también le custodió su deshonroso pasante.

lunes, 12 de enero de 2015

Comandante Tato, hasta la victoria siempre

Pocos sabían que el comandante más belicoso de la revolución de las tierras australes fue el hijo bastardo de una gata casquivana bien de la vida. Apenas nacido fue abandonado en una terraza al cobijo del impetuoso viento del Oeste, como única y última expresión de cariño de su madre, y fue adoptado por una familia patricia de la cual aprendió los rudimentos de la lectura, los vicios y las dudosas prácticas cristianas.
Su carácter belicoso e irreverente se desató temprano, cuando expulsó de su cuadra a un perro ladrador pero de pocas mordeduras. Las riñas callejeras forjaron su ímpetu y lo erigieron en un líder cierto, respetado, atinado y temerario. Iba madurando así sus atributos de comandancia.
En una batalla temprana la explosión de un obús le voló los testículos que irremediablemente terminó por ser peor para el enemigo: la cirugía incluyó la mutilación de su pene el cual remplazaron con un tubo urinario contra natura. Desde ese momento, el ya comandante Tato se dedicó por entero a la revolución socialista cultivando una vida sobria, austera, alejado de las gatas y vicios de su primera juventud.
Cercenada su vida amorosa, acentuó su personalidad beligerante y temeraria alcanzando grados de heroismo los cuales le valieron apodos como "El espartano", "Atila del Sur" y hasta "Tato, el imprudente".
Por proteger una patrulla propia que había sido emboscada en los montes del valle sarmientino recibió un disparo en el ojo derecho, el cual sin ningún tipo de sanación ni remedio por la precaria sanidad de una guerrilla revolucionaria distante, curó a fuerza de mantenerlo cerrado en una inacabable guiño a sus camaradas y enemigos. Aun tuerto, el comandante Tato no perdía el equilibrio entre los riscos y precipicios que sorteaba en cruentos enfrentamientos de guerra.
En una de las operaciones más intrépidas de los ejércitos populares del mundo, cuando arrebataron de un tren blindado tan custodiado como para rechazar tres veces el desembarco de Normandía, recibió un tiro en las costillas que no lo acercó más a la muerte de lo que ya la desafiaba jornada a jornada, y curó con una pasta de coirón y poa huecu que se untaba cada hora y media.
En otra encrucijada sobrevivió tres días escondido en un tanque de brea en medio de las filas enemigas cuando se infiltró para desbaratar una de las ofensivas del ejército conservador que según sus informantes de confianza pensaban someter los dos flancos vecinales de su zona de influencia.
Las acciones heroicas se extendieron durante los 16 años que duró su misteriosa revolución: por salvar a su inmediato subalterno, a quien apreciaba por ser tan distinto a él (un patricio de pura sangre, mujeriego, indisciplinado y vago) cobijó en su vejiga perdigones de escopeta los cuales una vez más pensaron que sería la causa de su muerte.
Internado en una tienda de campaña, resolvió darse él mismo el alta tras dos días de convalescencia para tratar de dar un golpe sorpresa sobre la cuenca del río Senguer en la que resultó un fracaso guerrillero tan sustancial que su ejército quedó reducido a menos de la mitad.
Ya de viejo, y cuando su ejército retrocedía y se recostaba en los barrios céntricos de una ciudad que se había acostumbrado a convivir con la guerra, impartía órdenes sin lógica ni estrategia, y hasta sus coroneles sospechaban que así jugaba un partido mental en el que prefería entender la psicología humana más que la fortuna de una revolución fuera de su tiempo.
El verano anterior a la capitulación que firmaron sus traidores coroneles, un envenenamiento lo dejó otra vez cara a cara con la muerte a quien virló a partir de una dieta asquerosa que le generaba vómitos tan terribles que nadie se podía acercar a cinco metros de su figura.
En la última batalla, en la que juró batirse hasta la muerte, logró vencer al gato amarillo, un alter ego de otra ideología a quien ajustició en medio de una pelea cuerpo a cuerpo. Aunque sus pares cansados de la guerra y necesitados de sus mujeres y fantasías de hombres comunes lo abandonaron a su suerte, el comandante Tato murió empuñando su arma pero a causa de la vejez. En sus 108 años de edad, el comandante Tato llegó a gozar de ocho vidas gatunas, vivió los cambios de época como el derrumbe de las Torres Gemelas de las cuales nunca nadie supo qué pensaba, vivió tres elecciones generales en las cuales analizaba cómo resultaban según su circunstancia revolucionaria y guerrillera; y por fin, envejecio melancólico tras la perdida de algunos de los líderes anti sistema que más lo estimaban y ayudaban.
Cerró su único ojo sano sin emitir una última voluntad, rememorando tal vez la única felicidad a la que dedicó su longeva vida: cuando su abuela abría una lata de atún que para él era como una fiesta.
Comandante Tato, ¡hasta la victoria siempre! 

sábado, 22 de noviembre de 2014

El barrio vivo

Mi barrio plebeyo es dulce y tierno como mi planta de naranja lima. El polvo suspendido esfuma la luz rasante del último atardecer, y dibuja siluetas pálidas de los peatones que se recortan en la parte más alta de la calle. Caminan como suele ocurrir en los barrios periféricos: por el medio de la senda.
El barrio Oeste, que en realidad nunca se sabe dónde empieza respecto al barrio Fontana, tiene un club modesto donde chispean algunas esperanzas que se precipitan tan lentamente como a su vez persistentes. El club nació de otros dos antecedentes, y para ser argamasa de tantas otras cosas no se anduvieron con vueltas, y lo bautizaron Club Alianza Fontana Oeste.
El barrio plebeyo es fronterizo entre el Puerto Madryn "aséptico" que se encaja con el golfo, y el Madryn potable que se apelotona contras las bardas.  
Llueve con sol y el olor a tierra mojada delata una melancolía alegre tatuada en los rostros de los que suben y bajan de lo que es la otra ciudad. Al mediodía y a la tarde, los hermanitos se van a buscar a la escuela y se llevan a cococho; los abuelos cortan camino por la diagonal de los baldíos.
Acá viven los laburantes, empleados precarios, asalariados de todo tipo, docentes, pastores religiosos, buscavidas y changarines. Es parte de ese Gran Puerto Madryn que respira al Oeste de la Juan B. Justo y que contradice el relato pulcro de una historia tan impostora que cercena bajo el rótulo de los "nacidos y criados" el testimonio de todos, sin exclusión, los Venidos y Quedados.
El Oeste parece lejano, pero a tan menudos minutos se aleja del Madryn de postal y se pisa el canto rodado de esa otra ciudad, la más discreta, la menos vendida y la más viva. Por esas cosas,
es el lugar que elegí para vivir.
Mi amigo César pasó por el umbral de la casa a tomar unos mates

miércoles, 15 de octubre de 2014

De un sueño

Érase un sueño invertido: pues el continente se reflejaba en el cielo. Permanecía en la mitad de cuadra que más he habitado en mi pueblo natal, sobre la vereda del hotel de mi abuela. El cielo que reflejaba la geografía del continente, distinguía claros los paisajes cenitales de la Patagonia, sus rutas y hasta los lagos del valle del corredor central. Me parecía lógico y maravilloso, lo veía junto a mi mamá. El reflejo transitaba lento, como llevado por una brisa de altura, se escapaba de a poco.
En la confitería del hotel busqué a mi papá, y cuando salimos no había reflejo, sólo un cielo celeste con almohadones de nubes bien dispersas. Sin embargo, por detrás de unos pinos que se divisaban hacia el oeste, el mapa empezaba a verse más claro y pequeño. Era como que la Tierra poseía luz propia, era capaz de reflejarse a sí misma en las capas atmosféricas.
Me impacientaba no poder mostrárselo a mi papá y hasta a mí mismo se me fugaba el reflejo que se perdía. La resolución tuvo un sueño (y no al revés): mi papá no pudo verlo, y al despertar comprendí que el reflejo no pudo ser nunca; que la Tierra carecía de luz propia y que por tanto sólo pudo ser una ilusión de sueño.

domingo, 5 de octubre de 2014

Tercera persona

Tan honesta e ideal fue la declaración que con el correr de los días empezó a pensar que nunca había sucedido. Que en realidad era una traición de sus fantasías, o una broma macabra de su angustia que se estaba volviendo crónica. Fue algunos días antes, en ese umbral de la primavera, que sospechaba ser víctima de un trabajo de brujería; pues era como una fuerza oscura y ciega que lo sujetaba en la desgracia, en una pesadumbre húmeda y fría la cual no se correspondía ni con sus actos ni con sus pensamientos.

Por una parte era incapaz de negarse a un suceso de tal tipo más allá de sus convicciones agnósticas; y por otro era lo suficientemente curioso como para resolver qué hacer en ese segmento de su vida.
Del pasado más próximo al actual había mejorado; eso no lo podía negar. Bastaba con ver las fotografías carnet para explicar el tránsito de los más terribles subsuelos a estas capas intermedias, llenas de optimismo pero de resignaciones y sacrificios con resultados por lo general modestos. También sabía que no existía una fórmula marcial que lo arrebatara de ese estado y lo soltara, lo expulsara o propulsara hacia el abismo –de luz, pero siempre se lo figuraba como un abismo—con el que había soñado recurrentemente. Pues pensaba que nada de todo eso había sucedido. Era por ese grado tal de honestidad que lo hacía ideal, y por tanto inexistente, inefable e imposible. 

miércoles, 23 de julio de 2014

Vernissage

Y se comprenderá que retome desde otro ángulo la tilinguería golfina. Impostura de seres bohemios en paisaje austral, de Cabernet Sauvignon con dejos residuales a grasa de cetáceos (de mayor espesor, pero de mucha mejor prensa) o de Malbec con dejos de alga undaria.
Seres de sutil rush y mezquina esencia que, entre los de barba recortada a un centímetro de diámetro y perfumes de tres cifras no se cansan, de hacer, de reproducir, la mierda de su mundo. Un mundo que hoy, 22 de julio de 2014, sigue estallando en Gaza, no termina en Bagdad pero que también contiene su azufre en New York, Buenos Aires, Kuala Lumpur y sí, también en Puerto Madryn, en sus vocaciones de hotel pirén, marketing para todo, vernissage y retratos juntos al banner.

domingo, 20 de julio de 2014

Crudo

En Cristobal López City las personas trabajan en la Cristobal López Oil, se alimentan de la Cristobal López Food, se informan con el Cristobal López Newspaper, escuchan la Cristobal López Radio y luego se dedican a ser Cristobal López happy: pasean por el Cristobal López Shoping, por la Cristobal López avenue, y ovacionan al Cristobal López Basketball team en el Cristobal López Arena; compran sus vehículos en la Cristobal López concessionaire y rifan su suerte en el Cristobal López Casino.


Tengo un ritual, que en realidad es como una ironía. Cada vez que paso por lo que alguna vez fue Pirulín pirulero, esa tentadora juguetería de paredes azules que quedaba en la avenida San Martín, esa que despertaba los peores berrinches de pibe consentido, me hago la señal de la cruz y murmuro un “qué pecado”.
Lo que alguna vez fue Pirulín pirulero hoy es un local de una red de comercios de todo el país que vende electrodomésticos y otros juguetes caros (pero estos chiches son más suntuosos y preferentemente para adultos). La trágica melancolía no termina aquí: lo que alguna vez fue una cálida confitería, de aires urbanos, con nombre francés, hoy también es la locación de otra red nacional de venta de electrodomésticos, competidora de la que queda en lo que fue la inolvidable juguetería. Y por si fuera insuficiente, pasemos ahora a la farsa: uno de los edificios más antiguos de la centenaria ciudad, que dista frente al viejo Correo y Telégrafos, hoy es la sede de una cadena de comercios que vende (no podía ser de otra manera) electrodomésticos. Las marquesinas y luminarias comerciales tapan, como los adoquines la arena de playa, los ladrillos y el casco urbano e histórico de la ciudad.
Estamos en Comodoro Rivadavia, la simbólica ciudad petrolera, el centro inmobiliario más caro del país sólo superado por el barrio Puerto Madero en Buenos Aires; o la capital del crimen según un diario nacional, la urbe de los “petrolines”, según descubrieron algunos antropólogos, y el ejemplo del mal desarrollo para una socióloga. Pero aquí --maestro Gabo-- hay hojarasca de verdad, camuflada de otra cosa: ni gente, ni hojas, ni desechos; podredumbre de papeles con marcas de agua traslúcidos. Acá, casi todo tiene precio; o por lo menos así lo parece.
*
Para la socióloga Maristella Svampa, Comodoro Rivadavia es el ejemplo del “mal desarrollo”[1], es decir de cómo el crecimiento económico puede terminar no sólo por ser contraproducente, sino desembocar en situaciones que van desde lo absurdo hasta la tragedia. Todos los índices de calidad de vida parecen darle la razón.
Para la investigadora, el tipo de sociedad extractiva genera una variante de “pueblo-campamento” que no es exclusiva de Comodoro Rivadavia pero que sí lleva aquí, en esta ciudad patagónica, todas sus características al extremo. El tipo de economía extractiva genera por un lado una sociedad fuertemente desigualitaria, con poblaciones que en un gran porcentaje eligen la ciudad como destino “provisorio”, “estacionario” y sobreviven en un contexto de “desarraigo”. La idea es juntarla rápido, fácil y marcharse; aunque ninguno de esos tres pasos –a priori simples-- son tan sencillos ni están al alcance de todos.
Esas características traen aparejadas otras aún más oscuras: es un caldo de cultivo para la prostitución, la trata de personas, la violencia; se suma, además, la morfología de una ciudad que creció espacialmente al punto que engulló viejos y aledaños campamentos petroleros: entonces no sólo se configura una sociedad desigual, con flagelos violentos sino que también convive con pasivos ambientales a la vuelta de la esquina. Le decía Gabo, acá la hojarasca es completa.
*
Los medios de comunicación se hicieron especialistas en narrar –fríamente, sin literatura y sin mayor análisis pero a veces con una fuerte carga discriminatoria (y sobre todo su variante xenófoba)—los hechos policiales. En 2010 se cometieron 36 homicidios, y la media anual no pareció bajar desde ahí a menos de veintitanto: 26 en el 2011; 35 en el 2012; 26 en el 2013; y hasta abril del 2014 ya se habían contabilizado 10 asesinatos. Este registro de hechos luctuosos llevó al diario La Nación a cambiarle los pergaminos a la ciudad: de la pretensiosa capital del petróleo a la capital del crimen[2] (en una ciudad que sólo tiene 174 mil habitantes).
Se instalan cámaras de seguridad, se compran patrulleros, se suman efectivos policiales y se les paga mejor a los agentes; pero el resultado es el crimen. Dos terceras partes de esos crímenes se da entre personas que se conocen previamente; es decir: se “desconocen” al punto de matarse o se odian tan apasionadamente que pueden llegar a quitarse la vida. La política no lo resuelve y tampoco lo puede interpretar: después de todo Comodoro Rivadavia tiene un índice menor al 5 por ciento de desocupación, un gran porcentaje de la población goza de los salarios más altos del país; sin embargo la violencia no cesa. Explicaba un médico del servicio de Emergencias del Hospital Regional a este cronista: “Llegan dos o tres heridos por hora a la guardia. Algunos graves, con heridas de bala o cuchillo, y otros un poco más leves que no salen en las estadísticas”.
En suma, Comodoro Rivadavia triplica el promedio nacional de homicidios: 14 asesinatos anuales cada 100 mil habitantes (índice mundial de medición del crimen). La explicación tiene la figura de una fractura; pero la clase política vive dentro de ella entonces no puede distinguir ni sus márgenes, ni su ancho, ni su profundidad.
*
Esa fractura no sólo es una brecha por el acceso a la riqueza, a la calidad de vida y a los servicios básicos; sino también al prestigio social, que en esta ciudad patagónica no tiene nada que ver con el salario, ni con el goce de los artificios electrónicos; pero sí, con la apariencia en los modos de consumo. Los antropólogos Alejandro Grimson y Brígida Baeza estudiaron el caso Comodoro y su conclusión es categórica: los trabajadores petroleros, quienes marcan el ritmo de la actividad económica de la ciudad, no gozan de prestigio social e incluso son discriminados; vulgarmente se los denomina “petrolines”[3].
“Los petroleros son objeto de cuestionamiento permanente, de burla acerca de su estilo de vida, de sus consumos, de su modo de hablar y su (in) cultura”, analizan en el trabajo científico los autores.
*
Sin embargo, lo que estos antropólogos no destacan es que esta percepción de los trabajadores del crudo es bastante reciente; y tiene un trazo histórico a partir de las graduales privatizaciones de la actividad petrolera.  En sus primeros años, la ciudad era un mero puerto (por no decir mero muelle) para sacar la producción agrícola regional. Pero a falta de agua, se trajo una potente excavadora para escarbar hasta los manantiales subterráneos: algunos sospechan que el ingeniero de tamaña misión ya intuía que más que agua lo que había en las entrañas era oro negro, era crudo.
Tiempo después, ya con el petrolero y luego con la empresa estatal YPF, trabajador y vida eran una suerte de mancomunión indisoluble; pero que tras la fiebre del consumo quedó tapada, como los ladrillos por las marquesinas, hasta la poesía regional del Gato Ossés:
“Petrolero que va / trasnochando en el sur / hay dos cielos que andar: / uno negro – otro azul / petrolero que va / pozo a pozo el andar / mide tanque y jornal / el petróleo y el pan”, dice su canción.
Hoy solo se anda por lo negro: el crudo, el crimen y el mal desarrollo: porque amigo Gabo, no es sólo hojarasca lo que queda por aquí.





[1] Svampa, Maristella, “Comodoro Rivadavia, un modelo de maldesarrollo”, http://www.miningpress.com.ar/debate/253087/segun-anti-svampa-comodoro-es-modelo-del-maldesarrollo

[2]Carabajal, Gustavo, “Comodoro Rivadavia, la capital del crimen, La Nación, http://www.lanacion.com.ar/1501027-comodoro-rivadavia-capital-del-crimen

[3] “Estigma petrolero…”, Patagónico, http://www.elpatagonico.net/nota/182833/


sábado, 19 de julio de 2014

Enésimo desvelo

Lo dije a gritos. De todas maneras y a todos los que me interesan. Es cierto que no fueron --tal vez-- las palabras más justas, más precisas, pero fueron las más honestas. También es cierto que no fueron en el momento más oportuno y con más equilibrio, sino simplemente cuando más lo necesitaba. Lo he dicho a gritos, pero de esos gritos que parecen no levantar la voz, sino que atacan-reclaman. Lo he hecho por desesperación, por enojo, por defecto, por tristeza, por amor, por mi mismo; pero también lo he hecho por los otros, aunque no lo adviertan.
*
La angustia me genera un dolor en el pecho, ese dolor no me deja pensar en otra cosa. Las piernas se impacientan como exigiéndome correr, pero correr no puedo. Quiero que algo urgente me calme y no encuentro ni quién, ni cómo. Tan solo y tan lejos, tan nada; sin fuga.
Me desespera ya no poder salir, ya no poder volver. Me desespera el silencio, forzado, cuando lo grité tanto.
*
¿Y si tuviera que recurrir a todo aquello que creí prescindible? Prescindible sin conocerlo. De algún modo tiene que volver el apetito a las cosas básicas: al sexo, a la literatura, a la fotografía, a la soledad. Es eso, en fin: inapetente soy un muerto.
Hoy la crucé a Carolina. Un encuentro fugaz y casual; dos caminantes perpendiculares que acertaron desafortunadamente en tiempo y espacio. Ella me advirtió primero y me miró; cuando yo la vi me dijo un hola con la dosis más precaria de cortesía y torció su mirada hacia el frente, siguiendo su rumbo. Me paré en la esquina cuando hasta ese momento no había podido decir nada. La llamé, dos veces y en la segunda ocasión giró a unos quince metros míos y sólo me hizo un gesto que me es casi imposible reproducir: con su mano derecha alzada dibujó un "mejor no" o quizás en realidad fue un "basta".
Mañana es feriado. No me gustan los feriados porque replican más profundo mi vacío. Me vuelvo al pueblo; así no puedo seguir. 
*
Empapado por el sudor y atentado por la angustia que se delata en el estómago. Tieso me descubro en posición que llaman fetal. Desesperación creciente. Rápido busco un refugio mental, un sueño plausible y mi mente --ya viene siendo costumbre-- falla. Hay huecos, oscuros, como de profundidad. Me asomo y no veo nada. Pienso en arrojarme, en planear, dar giros concéntricos y fundirse en ese abismo.
Es pánico a la soledad, a mi soledad no compartida, sin compartimentos. La literatura me hiere, el cine me hiere, la música me hiere y los recuerdos me hieren.
El amor es la sumatoria de todos los miedos. Hago cosas que parecen absurdas; o no, no lo sé del todo. Actúo por instinto, a veces, muchas, por desesperación. El tiempo, lento, plomizo, triste, lo goza. Y decía que la sumatoria de todos los miedos, de todos los tiempos, eso es el amor; no otra cosa.


domingo, 29 de junio de 2014

Memoria

El bombero de guardia administra el sueño y la memoria trágica de la ciudad. En la tercera madrugada del nuevo invierno el botón de la sirena de viento es pulsado durante 34 segundos y propaga su sonido durante al menos un minuto diez/quince segundos.
El perro de mi vecino, a partir del sexto segundo de la sirena, imita el sonido y aulla parejo y constante irguiendo el cuello, oblicuamente, hacia el cielo gélido y estrellado.
El ciudadano de la cuarta cuadra abre los ojos ladeado hacia la izquierda de la cabecera de la cama matrimonial. Observa el despertador, rememora, se cuestiona, se duele y vuelve a tratar de conciliar el sueño.
La empleada de panadería camina hacia su trabajo apurada cortando el frío por el medio de la calle. En un primer instante no lo medita, escucha y ya; pero algo la zamarrea y la obliga. No lamenta, no suspira y mucho menos llora; pero lo piensa.
Pero decía antes del administrador del sueño y de la memoria trágica, quien se afana en voltear hacia los dolores, hacia esa maldita carga que pesa sobre esta ciudad que hoy, tres días después de la noche más larga parece congelada. El perro aulla y las personas se despiertan, rememoran, tragan saliva y vuelven a dormir. El perro deja de aullar. Y el peso sigue.

jueves, 26 de junio de 2014

Facón Grande

Sabemos de Facón Grande que el día que lo fusilaron tuvieron que darle dos cargas consecutivas disparadas de cuatro fusiles; que los ocho disparos ni siquiera lo voltearon hasta que no expiró, que se murió girando sobre sí mismo, y que antes de la muerte a traición les aseguró a los milicos, mirándolos a los ojos, que “así no se mataba un criollo”.
Sabemos que Facón Grande tenía ascendente por sobre la peonada, que no era ni patrón ni líder, sino un hombre cierto, de hablar claro para los paisanos y que no sabía de ideologías ni revoluciones, pero intuitivamente sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal.
Sabemos que Facón Grande no era un asceta, pero tampoco era un borracho; que no era violento pero que tampoco le quitaba el cuerpo a las rencillas y le cantaba las cuarenta a sus compañeros o a sus patrones de acento inglés.

Sabemos que le decían Facón Grande, que una larga daga con funda de plata llevaba cruzado al cinto, por detrás de la cintura. Sabemos que su alias generaba todo tipo de leyendas, pero que nunca despellejó a nadie. Sabemos que el coronel Varela lo sentenció sin siquiera poder vocalizarlo, que alzó cuatro dedos de su mano indicando a sus subalternos los cuatro balazos contra un hombre indefenso y maniatado. Sabemos que Facón Grande no murió ni arrodillado ni volteado, que a los criollos como Facón Grande ni siquiera se los mata con cuatro balazos traicioneros.  

martes, 24 de junio de 2014

Carta al invierno

Invierno hagamos un trato. Simulemos que nunca nos repudiamos y que nunca contamos los días tachando almanaques, esperándonos como verdugos que uno de los dos por fin se vaya.
Invierno tengamos un plan. Coincidamos por las mañanas y extrañémonos por las noches. La tarde se la dejaremos a esas cosas intemporales que no tienen estación sino que son puro tránsito que son puro irse.
Invierno provoquemos un fuego. Un fuego curador, que seque entibie y que queme. Un fuego que te disfrace y me disfrace. Un fuego que por fin, cuando va pasando el tiempo nos abrace, que nos abrase. 


martes, 29 de abril de 2014

Fin de semana puente

Aseguran que es martes, pero en este lugar es como si fuera viernes. Es el último día hábil de una semana laboral de sólo dos días, y cinco de descanso y/o disfrute. Dicen. Feriado puente le dicen, feriado largo.
Fueran cinco días o fueran dos --o si quiera fuera uno solo- creo que el único instante de plena felicidad es el minuto antes de terminar la jornada laboral. Los administrativos, burócratas y asalariados de tiempo completo por esta vez no escapan de prisa; y hasta esperan dos, tres o hasta cinco minutos que uno salga despacito por la puerta de ingreso que ya mismo estarán por cerrar. Otros ya la cerraron, y te invitan a salir por la puerta de atrás.
Durante todo este martes (aunque algunos no tenemos un solo peso) cuerpo y alma se anticipan a ese (supongamos) “gran momento”, y aunque ese instante pleno es efímero, de sólo figurarse el aire de esos días en que uno pudiera contemplar felizmente cómo se seguirán pasando los membrillos de la parte superior de la copa del árbol de mi vecino, o el cónclave cotidiano de esos gorriones que irrumpen la vecina metalera y hasta la insomne pasividad de los cuscos que cría la dueña del consorcio.
Se anticipa el cuerpo y el alma al fin de semana largo. Y entre todos esos seres efímeramente felices, entre los que efímeramente también me incluí, ahora surjo una vez más pero con miedos, pidiendo que no sea tan largo, que no resulte cerca de lo eterno. Porque alma y cuerpo -metafóricamente y concretamente-- no tienen un solo peso.      

domingo, 23 de marzo de 2014

¿Qué hiciste en la dictadura?

Los que vinimos después, entre quienes no podemos inflar el pecho por los cojones de nuestros padres, nos resulta incómodo explicar el por qué nos gusta tanto hablar de la dictadura. Como si en verdad hiciera falta explicar esos porqué. Los que nacimos en el 84, en el 87, en el 91 o en el 2000, y los que nacerán en 2016 o en el 2022 si quieren, queremos y vamos a querer hablar de la dictadura.
A muchos de nosotros se nos plantea una pregunta visceral, una pregunta para hacerles a padres, abuelos, tíos o cualquier otro adulto que así como no fueron cojonudos tal vez sólo fueron temerosos, ignorantes o incluso pelotudos: ¿Qué hiciste en la dictadura?
Nosotros que somos subestimados cuando nos dicen los "Qué sabés si no habías nacido", "A vos te la contaron, yo la viví", esa pregunta nos salta a cada rato, con bronca, con irreverencia e insistimos: ¿Qué hiciste en la dictadura?
Es que nosotros somos en todo caso la post-dictadura y eso no es poco. Somos la asignatura de Historia con 10 de clases dedicadas al modelo agroexportador y una oración sobre el genocidio. Somos los que nos alegramos por cada nieto recuperado. Somos los precarizados laborales por empresas y grupos económicos que financiaron a Videla y compañía. Somos los que nos bancamos el maltrato policial, fuerza de resabio de la dictadura criminal, en un recital, en una cancha de fútbol o en una marcha. Somos todos esos a los que no nos escucharon, somos los que hoy crecimos, acertamos y erramos como cualquier otra generación; pero fundamentalmente nosotros somos los que incomodamos, porque nosotros podemos preguntarlo: ¿Qué hiciste en la dictadura?
Y la respuesta puede tener diferencias y matices: excluyendo a los genocidas y en el otro extremo a los desaparecidos, están los que decía más arriba: cagones, ignorantes, pelotudos y más: colaboracionistas, traidores, silenciosos cómplices, delatores, oportunistas, giles, indiferentes, exiliados y sobrevivientes. Todos ellos, que mucho no nos han escuchado, tendrán algo para contarnos y nosotros sí estamos dispuestos a escucharlos: ¿Qué hiciste en la dictadura?

domingo, 16 de marzo de 2014

Ciudad tilinga

La tilinguería se define por su propia práctica, y la cuestión hoy aquí es saber si podemos encontrar la definición para etiquetarla a una ciudad y no --como casi siempre-- a las personas. Lo cierto es que este texto no pretende caer bien, pues sigue a ese gran propósito que es “escribir para molestar”. No hay una definición absoluta de lo tilingo, pero bien podríamos resumirlo en aquella imposición basada en nada, fijándose en lo inútil y en puras vanidades para hacerse “la fama de…”.   

1 Frente a la plaza central de Puerto Madryn, centro cívico de la ciudad del golfo, hay un locutorio con servicio de llamadas internacionales. Diariamente decenas de peruanos y bolivianos alimentan a los dueños del negocio con llamadas a Lima, Cochabamba y La Paz. En las paredes del locutorio hay cinco relojes que indican las horas de París, Londres, Tokyo, Sydney y Miami.

2 De diciembre a febrero, negros provenientes de Mali pululan por la playa y por la rambla vendiendo relojes de imitación, plateados y dorados, anillos, collares y pulseras en metales pulidos que se enredan en un maletín tipo bancario. Apenas hablan castellano y trabajan todas las horas de sol. Durante el crepúsculo se vuelven invisibles.
En el pasillo de ingreso al edificio de El Diario que se jacta ser de la ciudad, una galería de fotos muestra a una veraniante acostada boca abajo, brillante de aceite bronceador que contrasta con uno de estos vendedores ambulantes de Mali, quien está parado sosteniendo su maletín abierto y sus chucherías. El epígrafe de la foto es elocuente: “El verano ofrece los paisajes más llamativos”. Más allá de las categorías de lo llamativo, cuando termina febrero, hacia el final de la temporada estival, los negros ejercen (antes de marcharse y cuando la ciudad se queda sin visitantes) su pleno derecho de disfrutar la playa de arena: improvisando arcos con remeras y maletines, juegan un picado once contra once, Vestidos contra Desnudos.

3 En barrio sur, entre los suntuosos chalets y la zona más forestada del por sí escarpado paisaje madrynense, las verdulerías pasan a llamarse “tienda de vegetales”, las veterinarias “tienda de mascotas” o “clínica de animales” y los peluqueros se reciben de “estilistas” o “coiffeurs”.

4 Bolivia no tiene mar, pero acá a los bolivianos les sobra. Atraídos por labores bien pagas pero esclavos de condiciones precarias de contratación y estabilidad, cientos de inmigrantes bolivianos con ciudadanía argentina legítima y legalmente adquirida trabajan en las empresas pesqueras de Puerto Madryn. Antes de la medianoche los obreros esperan pacientes en llamado para saber quienes sí y quienes no tienen trabajo al día siguiente en los sectores de congelado, fileteros, estibadores y marineros de altura. Entre publicidades comerciales, de inmobiliarias y cámaras empresarias y de profesionales de la alta sociedad, los jornaleros de la actividad pesquera esperan escuchar en la voz del locutor el destino de sus próximas 24 horas.

5 El mandatario de la ciudad salió hace un tiempo a gritar la necesidad de lo que él llama “una reparación histórica” para su municipio. Resulta que Puerto Madryn es solo una más de las localidades más habitadas de la provincia del Chubut que hace años tienen mal liquidadas las regalías petroleras. Puerto Madryn no tiene petróleo que sí tiene la región sur de la provincia. Lo que sí tiene Puerto Madryn es una millonaria publicidad turística sostenida por el gobierno provincial, que también le cubre un déficit también millonario para que gocen de un catamarán turístico todo el año; y en la década de 1970 el Estado argentino y grupos económicos privados acabaron con los cursos rápidos de la cordillera para hacer una represa hidroeléctrica que abasteciera de energía a Puerto Madryn. Desde la región del desastre ecológico en pleno bosques cordilleranos hasta la ciudad del golfo hay cerca de 700 kilómetros.

6 Puerto Madryn vende humo disfrazado de Medio Ambiente. La ciudad más importante del golfo usufructúa la fama que año tras año le da la llegada de la ballena franca austral y las bondades ecológicas de Península Valdés. Pero detrás de esa cortina, los deshechos que produce la actividad pesquera se quedan sin procesar y pudriéndose en las plantas, los buques en alta mar con la vista gorda y a veces comprada de los biólogos llevan adelante una sistemática depredación de los recursos, y las denuncias de algunos valientes marineros se esconden en las últimas páginas de los diarios, entre las gacetillas que envía el gobierno provincial sobre los planes de asistencia. Por si fuera poco, Aluar, la fábrica de aluminio más importante del país no sólo fue la real excusa para terminar con los cauces rápidos de la cordillera, sino que actualmente desde sus chimeneas emana veneno puro muy por encima de los índices tolerables. Cuando un ciudadano madrynense utilizó la “banca del vecino” en el Concejo Deliberante local para denunciar el caso, desde El Diario de la ciudad le mandaron a decir a su reportero: “Hacé como que nunca existió”.

lunes, 10 de marzo de 2014

Locura

En una carretilla pone en bolsas todo lo que sabe, todo lo que cree y todas las opiniones. Encima de esos sacos mal cerrados pone el bártulo más grande y más pesado, el que lleva todas sus fantasías y el resto de sus pensamientos. Levanta la carretilla y la inclina desde atrás, picándola levemente sobre su rueda en la parte delantera, y así se echa a andar. Sube cuestas empinadas, baja por estrechos tortuosos, hunde la carretilla en charcos y pantanos infranqueables y se empapa de agua y barro hasta las rodillas, se le hace una costra compacta y seca por el viento, que además lo tambolea lateralmente. Algunas veces, cansado, apoya la carretilla sobre sus patas traseras, reacomoda el equipaje y nota que algunas cosas fueron cambiando, otras se fueron mezclando y algunas se transformaron e incluso algunas que recordaba ahora se han caído. Aunque ninguno de los bultos se parece a lo que fueron en el origen y el propósito se haya desnaturalizado, recupera el aliento y sigue empujando. Al final --como todo-- se encuentra con la muerte, y sin darse cuenta en el expiro el equipaje ya era todo una sola cosa. Ni siquiera tenía nombre.

lunes, 3 de marzo de 2014

Ensayo sobre el aburrimiento

La última vez que me aburrí tenía nueve años. Lo recuerdo como una tarde fría de la Patagonia resguardado en el calor de una pieza en el fondo de mi casa, un espacio al que mi mamá llamaba “pieza de los juguetes”. Ahí, el sol de la siesta que se colaba por las persianas de madera dibujaba franjas diagonales oscuras y claras sobre una biblioteca polvorienta, y supongo que también las dibujaba sobre mí torso y cara mientras estaba sentado con la mirada perdida. Algo de verdad había en eso de la “pieza de los juguetes”: en ese reducto no sólo estaban mis soldaditos de plástico, jugadores de torta, ladrillitos y los tomos de la Enciclopedia Hispánica, sino que también había una escopeta de caza de mi papá con unos veinte cartuchos calibre 12 (recuerdo que el arma estaba doblada por la ranura de descarga y en el suelo mientras que los cartuchos estaban en la parte superior de la biblioteca). Chiches, armas y libros en el mismo espacio lúdico donde pasaba las horas, creando mundos ficticios pero la verdad nada demasiado fantasiosos. En suma, se podría decir que la elección entre convertirme en asesino serial y periodista bien pudo ser por azar.
Si tuviera que trazar una línea temporal imaginaria de mi vida elegiría ese instante como punto de partida. Ya para esos nueve años había aprendido una gran lección: cuando la compañía ajena no te colma una buena estrategia es empezar a buscar en el interior de uno mismo. Y en ese interior había una inquietud que con los años fui puliendo: las ganas de saber. Saber cosas, desorganizadas, politemáticas, “importantes”, universales y también de las particulares. Saber de todo y la lectura era el pasaje a esos mundos.
Entonces cuando quité un tomo de los catorce que componía la Enciclopedia Hispánica, las diagonales que colaban por las persianas se quebraron y además de cambiar la luz y la sombra también yo cambié algunos hábitos. Desde ese momento la lectura –algo que me generaba muchísima vergüenza—se hizo más o menos una rutina y encontré los primeros e invalorables momentos con uno mismo. Una suerte de hedonismo literario; algo muy difícil de explicar para quien no comparte la misma pasión.
Entre las tantas cosas que no comprendía en ese momento –la mayoría lo sigue siendo en la actualidad-- fui aprendiendo algunas mentiras del tipo “académicas”. “Política” es la ciencia que se encarga del estudio de la cosa pública; “Economía” la ciencia que administra recursos de diversa índole, ya sean naturales o financieros, etc.; “Argentina” un país rico en recursos naturales, con los índices socio-económicos más elevados del continente y por ello emparentado con Europa de donde recibió buena parte de su cultura y población.
Así, bien confundido y engañado, tuve un gran anhelo: pensé que con el saber se puede cambiar el mundo… desde Argentina. Estaba bastante jodido, pero felizmente entretenido. Ya no sólo que era imposible no tener planes para cada uno de los días sino que las 24 horas diarias por el resto de mi vida resultó muy poco tiempo.
Desde los nueve a doce años era un apóstol de la decencia: “Había que ser bueno para ser respetable”. También a los doce precisamente, fue el antecedente de la aparición en mi vida de la literatura de ficción. Primero releí Mi planta de naranja lima sentado en el suelo y apoyado en la puerta de la pieza, trabando con mi escuálido cuerpo para que nadie apareciera de improviso y me delatara de manera tan vergonzosa: con un tomo en mis manos y apoyado en el regazo ese librito de hojas amarillas y levemente ásperas y porosas.
Luego, en el verano siguiente en Necochea empecé a leer Moby Dick y si no lo terminé fue por una prima con la que nos enamoramos y con la cual una noche hicimos algo así como el amor, a nuestra manera, bien calientes, en secreto pero bien ruidosos. Después de eso, Moby Dick lo tuve que retomar el verano siguiente. De alguna manera iba aprendiendo ciertas cosas, más que nada del lívido y el erotismo. Ya había leído una novela regional –La profanación—e incluso una biografía del creador del radicalismo que vio cómo los federales ahorcaban a su padre en la plaza. Literatura, historia (sobre todo las guerras) y política eran los temas que más me inquietaban.
Desde los doce a los quince profundicé mi concepto ideológico: “Para ser bueno había que demostrar inocencia”. En ese fragmento, a los trece me volví a enamorar pero ya había desaprovechado e hipotecado lo poco que sabía de la relación con las chicas de mi edad: salvo un par de anécdotas también bien calientes como con mi prima lejana, en el amor y en el sexo no tuve suerte hasta los 17. Eso supongo que tuvo consecuencias en mi autoestima.
Ya para los quince algo se había cagado del todo: descubrí que en las cosas de la vida hay enemigos, que había radicales y peronistas, y que si los radicales y peronistas se unían era para joder a otro enemigo también conformado por radicales y peronistas. A pesar de ello, seguía inocente: pensaba que había que obrar bien, ofrecer la otra mejilla y predicarlo. Los buenos tenían que vencer.
Los 16 y hasta poco antes de cumplir los 18, cuando terminaba el colegio secundario, vivíamos en medio de un agudo momento político: el país se iba al carajo con los radicales y con mis compañeros de secundario nos animamos a hablar de política. Éramos en primera instancia moralistas.
En esos años el alcohol me abrió una puerta: me empecé a desinhibir. Con quince años me emborraché las primeras veces y entre los 16 y 17 ya lo hacía con alguna regularidad. Borracho era más gracioso, más irresponsable y fundamentalmente más temerario (ni que hablar con las chicas). Además, me ayudaba a forjar una suerte de personaje que iba puliendo con la práctica. Borracho generaba adhesión, y predicaba muy buenos, carismáticos y ocurrentes discursos. Precisamente, fui modelando un personaje que quien iba a decir que con sus más y sus menos proyectaría casi hasta la actualidad.  
Fue a los 17 cuando me fui a estudiar a Buenos Aires --y como tanto me había costado-- me fui hecho todo un novio. Amor a distancia, un célibe forzoso y lamentable. Pero si estaba alejado de mi novia, no lo quería estar del todo de mis cosas y de mi pueblo: en una caja de un televisor de 29 pulgadas cargué todas las camisetas de Racing, los pocos libros que llevaba leído, cuadernos con la historia de la Academia, mis primeros escritos y diminutos objetos que me recordaban Sarmiento: un jugador de torta, cientos de fotos y hasta un molusco petrificado que encontré en una excursión que hice por los campos cercanos al pueblo. De los campos fértiles me iba al imperio del asfalto y el concreto.
La mierda de querer predicar la moral se me habrá estirado hasta los 21, y el pensamiento político seguía por ese rumbo. Desde ahí comencé a pulir los pensamientos políticos: llevé el “decentismo” al extremo (participé de la escuela política de la dirigente que profetizaba un “contrato moral”) hasta que pegué mi primer afiche en una calle. El fin justificaba los medios, aunque fuera en una contravención bastante menor.
En esos fragmentos me volqué de lleno al periodismo autogestionado, a la fotografía y empecé a creer que Marx tenía plena razón en resumir la historia como una lucha entre opresores y oprimidos.
Me definí en el transcurso de diez años de muchas maneras a saber: progresista, centroizquierdista, socialista, zurdo, izquierdista, zurdo nuevamente y probablemente tenga nuevas etiquetas en los próximos diez años. Ya fuera por medio de la política –en mi casa tenía la propia escuela--, la literatura y ya de grande por medio de la fotografía, pensaba sumar criterios y esfuerzos para hacer un mundo mejor; misión que te puede tener entretenido para siempre y en la cual 24 horas por día son definitivamente insuficientes.   


sábado, 22 de febrero de 2014

Engrudo

En un balde con agua se agrega harina, sin volcar demasiado, siempre gradualmente y revolviendo para evitar que se formen grumos. El líquido lechoso tiene que resultar homogéneo, pero hay que tener en cuenta que cuando uno deje de revolver, mientras la fórmula no esté cocinada, la harina se irá depositando en el fondo del recipiente por lo que luego tendrá que repetirse la operación un segundo antes de producir la mezcla.
En una cacerola se pone agua a hervir, y en otro balde aparte se vuelca soda cáustica. Es importante que se revuelva una vez más el recipiente de harina y agua para que el líquido vuelva a quedar homogéneo. Luego, cuando el agua al fuego rompa en hervor se la vuelca en el balde con soda cáustica (esta operación se realiza al aire libre y evitando inhalar la nube tóxica que emana cuando el agua caliente se mezcla con la sustancia química).
Finalmente se mezclan los dos baldes que repetimos uno tiene agua y harina disuelta, y el otro agua hervida con soda cáustica. La función del segundo balde es cocinar el engrudo, y será de mejor calidad cuando sea un moco levemente viscoso.
La viscosidad hará que los afiches se peguen mejor en cualquier superficie, incluso en paredes o postes de maderas muy porosas.

Es necesario esparcir el engrudo con algún tipo de cepillo o brocha de pintor, y se recomienda utilizar guantes de látex o goma porque muchas veces la piel resulta alérgica o incluso la soda cáustica puede causar quemaduras si se expone directamente.      

sábado, 28 de diciembre de 2013

De los cuentos infinitos

Parece ser que la inventiva de nuestro tradicional “Cuento de la buena pipa” ha traspasado fronteras (no sé si primero de estas hacia aquellas o de las más septentrionales a las más australes) con el mismo cometido de agotar la paciencia. Es así que mientras en mi pueblo lo conocimos como “Cuento de la buena pipa” en Macondo lo llamaran “Cuento del gallo capón”.
No voy a ser yo quien cuente a propios y extraños la lógica de esos cuentos infinitos que en esencia –como también ocurre con la música del “Felíz cumpleaños” y del “payaso plin plin”—son un mismo cuento. Eso se lo vamos a dejar luego a Gabriel García Márquez.
Pero en lo que sí me voy a detener es en eso de recurrir a cuentos inagotables. En Cien años de soledad acudieron al “Cuento del gallo capón” como método para vencer a la enfermedad del insomnio, luego de que los Buendía empezaron a temer a la otra enfermedad que traía aparejada: la pérdida de la memoria.
En el residencial Los Lagos, hace muchos años cuando no era más que un hotel familiar, de viajantes consuetudinarios y almuerzo y cenas compartidas entre tíos, primos y huéspedes alrededor de una cacerola central en la que se convidaba mucho más que un cucharón de puchero, había una mujer paisana que por las mañanas era la encargada de limpiar sábanas, inodoros y el mobiliario de las veinte habitaciones que tenía el residencial (incluyendo la habitación 104 que era la pieza donde dormía mi abuela junto a sus michos).
Para mí la Ignacia no era por ese entonces más que una silueta traslúcida por delante de los ventanales de alguna de las habitaciones del ala que daba hacia el oeste. La paisana remontaba con un zarandeo las sabanas y otros productos de blanco que volaban y planeaban pasiblemente hasta dar geométricamente en los rectángulos del catre. Tan intensa y entrenada era esa danza de la Ignacia que en una sola de esas volteretas que daba el paño de algodón almidonado se desprendía de ácaros y otros viejos polvos. Era un arte.
Pero ese arte no era susceptible de muchas interrupciones ni bromas. Cuando cualquiera de los primos invadíamos la extensa galería de las veinte habitaciones, cuando desde las 10 a las 13 era de su plena soberanía, la Ignacia recurría a la “Cuento de la buena pipa”.
Y no había caso: tan diestra era la paisana en la complejidad del asunto que por sostenido litigio le presentáramos nos vencía por un delirio de agotamiento. De algún modo le teníamos miedo.
La lógica del cuento infinito, Gabo la narra así:

“Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en el que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras”. 1

Era la paisana Ignacia algo así como un miembro más de la mitología del terror del hotel de la abuela, una de las tres deidades que completaban la cocinera doña Petra, una india mapuche que vivió más de 90 años sin esconderse de ningún invierno y de ninguna helada, y La Serena, otra vieja clueca, de pantorrillas gordas y calzas marrones con los puntos corridos, pollera negra, pelo cano y sin comentario de ninguna índole.
En suma, lo único cierto es que entre los métodos y el arte de la Ignacia, el secreto de la paisana y la enfermedad del insomnio, al igual que esos cuentos de nunca acabar, ahora empiezo a sospechar que en el fondo eran algo así como una misma cosa.

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1 García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad, Editorial Sudamericana, 1982, página 47

   

domingo, 8 de diciembre de 2013

La mulita madrynense

Si me preguntarán qué es para mí Puerto Madryn, contestaría sin dudar: la mulita. ¿La mulita? Sí, ¿Acaso no la vio? Estoy seguro que sí la vio, y que la vio un montón de veces. A lo sumo no la habrá mirado, pero sí o sí la vio. No la miró porque eso requiere pensarla, detenerse, irse un rato con ella y volverla a mirar diez, veinte, cien veces más. Hasta que se convierte en un problema, en una obsesión como le pasa a este cronista.
Está por toda la ciudad, y aunque parece quieta vive viajando. Ha llegado con su paso lento hasta Puerto Pirámides y ya regresó. Suele no avisar y se aparece. La mulita es una vándala que no se fija ni en bienes públicos ni privados. Infestó la ciudad del golfo con sus trazos regulares, sus patitas en punta y su cuerpo entero como medio huevo roto. Aparece en negro, rojo, verde, azul… aparece en esmalte sintético, fibra, con brochas variables. A veces, ofuscada, tiene un halo de furia vertical, que se eleva al cielo de su enchinche.
La mulita no tiene nombre y no tiene firma. Pero su carismática figura, para dolor de los líderes del orden aburrido, sigue expandiendo su recorrido.
Si la mira de una forma aparece plana, como caminando lateralmente -esto es, perpendicular a uno-. Pero otras veces, si usted la mira con fe, la puede notar tridimensional, viniendo hacia uno (incluso alguna yéndose por su punto de fuga).

La mulita, lo dijimos ya, es una vándala y también una gran viajera. Para mí Puerto Madryn es la mulita, y no al revés, porque sino todo eso no tendría sentido. Seguro que la vio, y la vio un montón de veces; el problema es ahora, que empezará a mirarla diez, veinte, cien veces.
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sábado, 30 de noviembre de 2013

Preparativos

En Puerto Madryn deseamos apurar el verano. Esta cosa de primavera cálida y costa ventosa nos deja derrumbados y sin opciones: no nos gusta quedarnos en la casa porque el calor mata, pero tampoco podemos estirarnos horizontalmente en la playa, pues el viento nos llena de arena y nos pone la piel de gallina. Entonces, como mucho, nos conformamos con caminar por la costanera, ir hasta el Indio y desilusionarnos con su petrificado taparrabo, y ya no mucho más; que a decir verdad es bastante si nos aferramos a la fama de fría e inhóspita que tiene la Patagonia.
Pero el calendario gregoriano es pesimista: recién es 30 y queda casi una luna entera para que llegue la tan ansiada estación estival.
Igualmente, y a los fines de dar vida a estos textos sureños, vale repasar cómo están los preparativos en la ciudad del golfo para lo que entendemos como su época más jovial.
El municipio, bajo la gestión de- Sastre, incorporó a su staff de pituquería una serie de carteles luminosos que adornan la costanera y que se suman a los más altos y también pitucos que fueron instalados el año pasado en las ocho bajadas principales de la playa. A la comuna local le cuesta horrores pagar salarios (este mes que se termina los municipales cobraron el 19), pero lejos de bajar el copete, la gestión de- Sastre saca pecho de sus carteles y soberanamente los bautizan: son los “Tótem”. Piza y champan.
Pero para ser justos, no todo es culpa del petiso, pelado y mellizo mandatario local: resulta que ninguno de los diez boliches-restoranes-confitería-paradores pagó el canon de concesión de los negocios de playa: los gerentes no pagan y entonces el intendente lo pensó así: “Si ellos no pagan, yo tampoco”.
La reunión de gabinete en que se trató la cuestión fue memorable --según filtró un alcahuete--: Sastre preguntó a sus cortesanos: “¿Quién pagó el canon?”, a lo que el secretario de Gobierno Enrique “Quique” “Pelos” D´Astolfo se adelantó a todos y respondió: “¡Nadiesss!”. Pero claro; mientras no pagan el canon hay algo que los paradores, sobre todo de aquellos que tienen parador y también medios de comunicación, retribuyen a honrar lo que pomposamente denominaron "acuerdo político": yo no pago el canon pero pongo tu gacetilla en página 3.
Tan mal está todo en Puerto Madryn que las ballenas hicieron las maletas antes de tiempo (en octubre ya no quedaba ninguna en el vientre del golfo Nuevo).
Así las cosas, quienes quedamos sobre los márgenes del empleo público local, esperamos que el tibio sol termine de recalentarse de una buena vez y el viento primaveral de la costa atlántica nos de una nueva tregua. Todos queremos apurar el verano, queremos apurar el tiempo, excepto claro, los municipales que no saben cuándo van a volver a cobrar porque hace once días recibieron su sueldo y este mes tendrían que aspirar a cobrar no sólo en término, sino también con aguinaldo.  

domingo, 24 de noviembre de 2013

Salitrales de Península Valdés

El área que comprende Península Valdés y su litoral adyacente es internacionalmente conocida como una reserva natural intensa, en donde la fauna marina y terrestre congenian en un paisaje estepario y de un océano Atlántico con predominios de azules cobaltos y también celestes y turquesas. Ya sea por la experiencia de ver la ballena franca austral, las orcas o el avistaje de aves y también otros mamíferos marinos, miles de turistas de todo el mundo se registran en el puesto “El desempeño”, en el ingreso a la parte más escuálida del istmo que conduce al área resguardada. 
Pero sin tantas distinciones internacionales, y ocultos tras los alambrados de la propiedad privada, el mismo continente de Valdés distingue al menos tres áreas de tonalidades más bien blancas y rosadas, terrenos que en apariencia no tendrían tanto que ver con la generación y resguardo de la vida. O tal vez sí, quién lo sabe.
Los salitrales de la península son formaciones por debajo del nivel del mar; que refractan la luz solar y se distinguen sus resplandores desde las ripiosas rutas 2 y 3 que pasan distante a cuatro o cinco kilómetros de los bajos de salitre.
Una vez en el piso duro de la sal compacta (parecido a una sola placa petrificada) las sensaciones primarias son de agravio, de ignorancia, de estar en otro mundo. A pesar de estar rodeados por alambres, las salinas se pueden alcanzar caminando, a fin de cuentas el mejor sistema de transporte que posee el hombre y el cual le ha ayudado a cruzar las montañas más altas o los desiertos más extensos. Por acá tiene que ser igual. Pero claro, también hay que sortear en este caso a los guías de turismo prohibitivos e ingresar sigilosamente (el sólo espantar las ovejas de un lote a otro, o de una ladera a un llano puede alertar a los peones o ganaderos –no hay que perder de vista que se está en una “propiedad privada”).
Paralelo a las huellas del interior de las estancias, pero alejados unos cuantos metros, y sorteando algunas elevaciones menores pero más o menos empinadas, se desciende a Salina Grande, un salitral de casi 40 kilómetros cuadrados y nada menos que a 42 metros bajo el nivel del mar. En el trayecto matuastos y piches cruzan raudos por entre las matas; matas que al acercarse al salitral empiezan a perder altura y exuberancia, hasta casi desaparecer por completo salvo en una suerte de islotes a lo largo de la franja circular que da inicio a la laguna de sal. Los tallos son rígidos, también salpicados de sal.
La denominada Salina chica es más accesible: a unos 800 metros de la ruta, sin tranqueras ni alambrados y sin cerros que se interpongan entre el camino y el desierto salino. Junto al propio salitral se anticipa una enorme laguna de fondo arcilloso. Las huellas de vehículos se distinguen cruzadas, con algunas contramarchas, encajadas y patinadas. Nada, ni las huellas mismas ni otros vestigios permiten suponer cada cuánto son visitadas, ni por quienes.
Más fantasmagórico resultan las bolsas de cemento abandonadas en la salina mayor, abiertas la envoltura de papel por la furia del viento y concretizadas por el agua de las esporádicas lluvias del lugar. Se suma al paisaje marciano, un colectivo abandonado, con colchones de goma espuma desgajados, latas de petróleo y chatarra dispersa al costado de una vieja salmuera que servía para obtener la preciada sal. Nada, se insiste, permite interpretar una fecha de lo que podemos entender como “presencia humana”.
Desde 1898 hasta 1916, la sal que se consumía en los restoranes de la zona norte de la provincia y también en los hogares provenía de la península. Alrededor de 40 personas vivían del mineral y se había extendido una línea férrea de trocha angosta de 34 kilómetros que unía Salina Grande y Puerto Pirámides, desde donde finalmente se embarcaba la carga para llevarla a la ciudad principal de la región (Puerto Madryn).
La explotación comercial de la sal determinó el asentamiento poblacional: Pirámides es la localidad costera de la península: vive ahora del turismo, fundamentalmente de los meses que la ballena franca austral se aparea y tiene sus crías en el golfo Nuevo y golfo San José que encajan por el sur y por el norte a la península. La villa también vive de la playa durante la temporada de verano. En la calle principal del pueblo se puede ver algunos de los carros ferroviarios que traían la sal, montados en un tramo de vía y oxidados por el tiempo pero también por el persistente salitre.
A medida que se camina para llegar a los salitrales, las zapatillas se van tiñendo de blanco y la goma se seca con una costra salina que parece quebrarlas. Las matas ralas se cubren también de sal desde la mitad hacia el final de su tallo, y el sabor propio de este mineral empieza a sentirse en la lengua y por sugestión lagrimean los ojos. A gran altura, un chimango planea en espiral en busca de su alimento: estamos en el centro de la laguna de sal y aunque el silencio es casi absoluto, el sol refractado se asemeja a un cielo estrellado pero a plena luz del día, y escuchando por sobre todas las cosas las pulsaciones del corazón, el vuelo del ave desecha la hipótesis del comienzo: en los salitrales de la península también se encuentra y resguarda la vida.


sábado, 2 de noviembre de 2013

Polen

Con la vista hacia el horizonte, pero sin mirar, sin prestar atención por dónde se ocultaba el sol, Juan permaneció sentado en una silla clueca y en silencio. Habían pasado algunas pocas horas desde que arrojó el puñado de tierra negra contra la tapa del cajón, giró sobre su propio eje y se marchó del cortejo sin esperar a nadie ni explicar los motivos obvios.
No había en su semblante ninguna demostración de tristeza pero si un ánimo de parquedad, una moderación extrema en el contacto con la gente, basando sus conversaciones en monosílabos, y preguntando y respondiendo sólo si le hacía alguna extrema falta.
Juan fue el hijo, sobrino, primo, nieto y bisnieto de una extensa familia compuesta durante dos décadas por 56 parientes nucleares, incluida dos criadas y la fiel Adela, una anciana que se instaló en la modesta cabaña rural con un valijón de cuero y una estatuilla de la virgen luego de ser abandonada por su cuarto esposo.
Salvo los primeros tres entierros en los cuales aun era muy chico –el de su bisabuela materna, su abuelo paterno y su tío Enrique que murió de tristeza y paperas--, Juan fue el encargado de enterrar a los 52 parientes que ya existían cuando él nació en el moderado invierno del 59. Por eso, alguna vez ya se había hecho esa pregunta, cuando tendría alrededor de veinticinco años.
Naturalmente. Me correspondía a mí hacer cumplir el derecho familiar de terminar todos en esta tierra. Estanislao creo que no se lo había preguntado jamás, ni siquiera cuando un instante antes de expirar tomó con fuerza mi mano y no la de Eugenia, y quiso balbucear algo que quedó atrapado entre la saliva mocosa y la falta de oxígeno.
Estanislao era el cincuenta y cuatro de los cincuenta y seis que vivieron esas dos décadas sin mayores novedades. Mientras que Juan el cincuenta y seis de cincuenta y seis, fue el último de las generaciones contiguas. Sin embargo creció sin siquiera suponer el destino que tenía reservado. El primer entierro, donde al tío Octavio tuvo que cumplirle con su última voluntad de una buena farra alrededor del féretro, pasó inadvertido para Juan que de ahí en más, tácitamente, sería el encargado de los funerales cuando recién corría el año 73 y tenía catorce años prematuramente maduros.
Con Estanislao habían cultivado una amistad parental llena de complicidades. Profesaban el mismo humor escueto, un humor que definitivamente Juan perdió con la muerte de él.
Sólo su nieto mayor, Alejandro de trece años, lo intuyó en las últimas horas: su abuelo se sentía como muerto desde que desprendió el terrón y concentró por un instante la mirada en la nueva generación de parientes, los granos duros de polen que tendrían que repetir la historia de tragedias e indisimuladas victorias. Alejandro comprendió, con una perspicacia heredada de su propio abuelo, que Juan ya había cumplido con el propósito manifiesto de su familia y esperaba que ahora alguno lo hiciera por él: descansar para siempre, a pesar de todos los prestigios vencidos, en la tierra que por más de un siglo y medio consideraban como propia.

sábado, 28 de septiembre de 2013

La vida es una cosa buena

Las lecciones que aprendimos y las personas que nos han enseñado algo. Ya fuera caminar, pedalear la bicicleta, las tablas de multiplicar o simplemente a confiar y por el solo hecho de saber que algo hemos aprendido y que alguien nos ha enseñado nos revela que la vida en sí es una cosa buena.
La pila de amigos que hicimos, algunos más o menos efímeros, los que tenemos la certeza de que son para siempre, esos que nos recordaron todo lo bueno y esfumaron todo lo malo, aunque hayan cambiado, se hayan ido lejos o nos hayamos enojado irreconciliablemente pero  por el solo hecho de haberlos sentido como amigos nos demuestra que la vida es una cosa buena.
Los libros de García Márquez, el ron cubano, el gol de Maradona a los ingleses, Casimiro tirando caramelos desde el avión, el viento, la lluvia, la poesía y la pintura, las aves migratorias y los frutos de invierno nos recuerdan que la vida es una cosa buena.
Los amores y los amoríos, los que llegamos a desnudar y los que nos dejaron como un trompo, los que remamos hasta creer que era posible, los que tuvimos miedo de confesar, los primeros besos y hasta los besos que cerraron historias confirman una vez más que la vida es una cosa buena.
Las rebeldías, los placeres insalubres, los bolsillos amplios y hondos, la invención de la rueda y el humus no nos permiten ninguna coartada: la vida es una cosa buena.
El mar, la fotosíntesis, cuando nos dejan pisar el césped, las explicaciones simples, las maravillas inexplicables y los tozudos en explicar cualquier cosa, la increíble teoría del color, el verano y hasta los que se juegan el lomo por una causa justa nos dejan sin escapatoria: la vida es una cosa buena.


jueves, 19 de septiembre de 2013

Cementerio de barcos

Los barcos parecieran estar depositados así sin más, sin ninguna lógica, sin ningún sentido. Más o menos torcidos no sólo exponen su deterioro y capitulación: oxidados, rajados por debajo y por encima de su línea vital, con cuerdas como tripas, amontonadas y penetrando por los intersticios. Desangrados.
Algunos parecen mayores y no sólo por su tamaño: las cubiertas repletas de sistemas, guinches, rond
anas.
En uno se delata otro alfabeto, de otro hemisferio pero sucumbido en estas latitudes.
Las piedras empujadas por la marea van cubriendo minuciosamente los fierros mientras simultáneamente se pican por la sal. Mallas de tela cuelgan por la popa del "María Dolores", las gaviotas se posan en los mástiles y una paloma se cuela por la ventana rota del puente del "Santa Clara". Desguazados pacientemente por el mar
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